lunes, 6 de marzo de 2017

Cuando Dios sonríe a otra persona

Entre las parábolas más memorables que dijo el Salvador se encuentra la del insensato hermano menor que fue a su padre, le pidió su parte de la herencia y se fue lejos a desperdiciar sus bienes, dice la Escritura, “viviendo perdidamente”. Tanto su dinero como sus amigos desaparecieron mucho antes de lo que pudo imaginar —siempre ocurre así—, y después de eso, llegó la terrible hora de la verdad —que siempre llega—. En el camino cuesta abajo de todo eso, llegó a ser apacentador de cerdos y se vio tan hambriento, tan desposeído de sustento y de señorío que “deseaba llenar su vientre de las algarrobas que comían los cerdos”. Pero ni siquiera tenía ese consuelo.
En seguida, la Escritura dice de modo alentador que, “volviendo en sí”, resolvió volver a la casa paterna con la esperanza de ser aceptado en ella al menos como jornalero. La emotiva imagen del angustiado y fiel padre de ese muchacho que corrió al encuentro de éste, se echó sobre su cuello y le llenó de besos es una de las escenas más conmovedoras y más compasivas de todas las Escrituras.
Pero, al estar absortos en el relato de ese hijo menor, podemos pasar por alto, si no prestamos atención, lo que ocurrió al hijo mayor, puesto que, en la primera línea del relato del Salvador, dice: “Un hombre tenía dos hijos”. El hijo menor ha vuelto, le han puesto ropa sobre los hombros y un anillo en el dedo cuando el hijo mayor entra en escena. Este último ha estado trabajando con diligencia y lealtad en el campo, y viene de regreso. La imagen que pinta el relato de los hermanos que regresan paralelamente a casa, aunque provenientes de lugares muy diferentes, es primordial en esta historia.
Al llegar cerca de la casa, oye la música y las risas.
“Y llamando a uno de los criados, [fíjense en que tiene criados] le preguntó qué era aquello.
“El [criado] le dijo: Tu hermano ha venido; y tu padre ha hecho matar el becerro gordo, por haberle recibido bueno y sano.
“Entonces [el hermano mayor] se enojó, y no quería entrar. Salió por tanto su padre, y le rogaba que entrase”.
Ese hijo no está tan enojado porque el otro haya vuelto a casa como lo está porque sus padres están tan felices por ello. Pensando que no le valoran a él y sintiendo quizás más que un poco de compasión por sí mismo, ese hijo obediente —y es sumamente obediente— olvida por un momento que él nunca ha tenido que conocer la inmundicia ni la desesperación, ni el temor ni el aborrecimiento de sí mismo. Olvida por un momento que todo becerro de su padre ya es suyo, lo mismo que toda la ropa y todos los anillos de su progenitor. Olvida por un momento que su fidelidad siempre ha sido y siempre será recompensada.
No, a él, que tiene prácticamente todo y que, con su diligencia y particular obediencia lo ha ganado, le falta una cosa que podría hacerle el hombre completo del Señor que casi es. Él todavía tiene que llegar a tener la compasión, la misericordia y la caritativa amplitud de visión para ver que no es un rival el que regresa, sino su hermano. Como su padre le suplicó que viese, [el muchacho menor] es el que era muerto, y ha revivido; el que se había perdido, y es hallado.
El hermano mayor iensa que su padre no sabe valorarle y que su hermano le ha privado de sus derechos cuando en realidad no es así. Ha caído víctima de una afrenta imaginaria y como tal es como Tántalo, de la mitología griega, pues aunque está sumergido en el agua hasta el mentón sigue atormentado por la sed. Él, que hasta ahora ha estado presuntamente muy feliz con su vida y contento con su buena suerte, de pronto, se siente muy desdichado tan sólo porque a otro también le ha sonreído la buena suerte.
¿Quién susurra tan sutilmente a nuestro oído que un obsequio que se hace a otra persona disminuye en cierta forma las bendiciones que hemos recibido nosotros? ¿Quién nos hace pensar que si Dios sonríe a otra persona sin duda nos frunce el ceño a nosotros? Ustedes y yo sabemos quién hace eso: es el padre de todas las mentiras. Pero Dios no actúa de ese modo. El padre del relato no atormenta a sus hijos. No los compara sin piedad con sus semejantes. Ni siquiera compara al uno con el otro. Sus expresiones de compasión hacia uno no requieren que retire ni que niegue su amor al otro. Es divinamente generoso con esos dos hijos. Hace llegar su caridad a sus dos hijos.
¿Cómo podemos superar esa tendencia tan común en casi todos? En primer lugar, podemos hacer lo que hicieron esos dos hijos y emprender el camino de regreso al Padre. Debemos hacerlo con toda la presteza y toda la humildad que podamos reunir. Por el camino, podemos contar nuestras muchas bendiciones y celebrar los logros de los demás. Lo mejor de todo es que podemos servir a nuestros semejantes, que es el ejercicio más eficaz que se haya recetado para la caridad del corazón. Pero, por último, eso no será suficiente. Cuando estamos perdidos, cada cual puede “volver en sí”, pero puede que no siempre podamos “encontrarnos a nosotros mismos”, y, por los siglos de los siglos, no podemos “salvarnos a nosotros mismos”. Sólo el Padre y Su Hijo Unigénito pueden hacer eso. Sólo en Ellos hay salvación. Por eso rogamos que Ellos nos ayuden, que “salgan” a recibirnos y a abrazarnos, y nos lleven a la fiesta que Ellos han preparado.


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