Cuenta una simpática fábula que un ateo paseaba por un hermoso bosque. Asombrado por tanta belleza, pensó: «¡Qué maravillas han surgido como resultado de la evolución!».
No había transcurrido mucho tiempo cuando escuchó un ruido. Era un enorme oso que corría hacia él. Sin perder tiempo, el ateo corrió a todo pulmón, pero pronto se dio cuenta de que no podría escapar del oso a menos que ocurriera un milagro. Cuando el ateo sintió las zarpas del oso sobre su espalda, gritó:
—¡ Ay, Dios mío, por favor ayúdame!
Al instante el oso quedó como petrificado y una luz muy brillante inundó el bosque. Entonces se escuchó una voz desde el cielo:
—Durante todos estos años has negado mi existencia. ¿Cómo puedes esperar que te ayude ahora? ¿O es que te has convertido en cristiano?
—Sería muy hipócrita de mi parte —respondió el ateo— convertirme ahora solo por el interés de salvarme del oso. Pero quizás podrías hacer otro milagro: ¿Qué tal si conviertes al oso en cristiano?
Apenas el ateo hizo este pedido, la luz brillante desapareció. Entonces el oso puso al ateo en el suelo, lo sujetó con su pata derecha, juntó sus dos zarpas, e inclinando su cabeza dijo en tono muy piadoso:
—Te doy gracias, Dios, por este alimento que pones delante de mí.
¡Oración contestada!
Cuando leí esta historia, me pregunté si de verdad existe en este mundo algún ateo que, en lo más íntimo de su conciencia, no admita que Dios existe. ¿Qué ser humano, ante la presencia de un gran peligro o de una enfermedad mortal, no reconoce su necesidad de Dios?
Los necios piensan que no hay Dios. Salmo 14:1
¿Puede haber existido un ateo más obstinado que el faraón egipcio con quien les tocó lidiar a Moisés y Aarón? Y sin embargo, ese mismo faraón, cuando vio que nada podía hacer ante el poder de Dios, les dijo: «Vayan a adorar al Señor, tal como dijeron. Llévense también sus ovejas y vacas, como querían, y váyanse. Y rueguen a Dios por mí» (Éxo. 12:31,32).
¿Oren por quién? ¡Quién lo iba a creer! Hasta el ateo más incrédulo, tarde o temprano, se ve obligado a doblegar su orgullo y a admitir la soberanía del Creador. Pero, ¿qué necesidad hay de esperar el momento de crisis o de peligro para buscar la bendición de Dios?
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