Una historia cuenta de un rey que estaba enamorado de Helena: una mujer de baja condición a la que el rey había hecho su última esposa.
Una tarde en que Helena estaba sola en el palacio, llegó un mensajero para avisarle que su madre estaba enferma. Pese a que existía la prohibición de usar el carruaje personal del rey (falta que era castigada con la muerte), Helena subió al carruaje y fue a ver a su madre.
A su regreso, el rey fue informado de la situación.
-¿No es maravillosa? -dijo- Esto es verdaderamente amor filial. No le importó su vida para cuidar a su madre !Es maravillosa!
Otro día, mientras Helena estaba sentada en el jardín del palacio comiendo fruta, llegó el rey. Ella lo saludó y luego le dio un mordisco al último durazno que quedaba en la canasta.
-¡Parecen ricos!- dijo el rey.
-Lo son -replicó ella- y alargando la mano le cedió a su amado la fruta que comía.
-¡Cuánto me ama! -comentó después el rey-, renunció a su propio placer, para darme el último durazno de la canasta. ¿no es fantástica?
Pasaron algunos años y, por alguna razón, el amor y la pasión por Helena desaparecieron del corazón del rey.
Sentado con su amigo más confidente, le decía: -Nunca se portó como una reina… ¿acaso no desafió mi investidura usando mi carruaje? Es más, recuerdo que un día me dio a comer una fruta mordida.
El amor cambia la perspectiva con la que vemos a otros. Aun las faltas se saben perdonar cuando el amor esta de por medio.
Pero Dios demuestra su amor por nosotros en esto: en que cuando todavía éramos pecadores, Cristo murió por nosotros. Romanos 5:8 (NVI)
Dios, cuyo carácter es amor, siempre nos mira con piedad. Y aunque seamos pecadores, nos sigue amando y nos ofrece perdón. Envió a su propio Hijo, demostrando así que en verdad nos ama.
A diferencia del rey de la historia anterior, Dios nunca deja de amarnos y por eso prolonga su misericordia.
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