Hace un tiempo vi un cuadro de una vieja cabaña en las montañas que había sido destruida por el fuego. Lo único que quedaba en pie era la chimenea […] entre los escombros achicharronados de lo que había sido la única posesión de una familia.
Frente a ese hogar destruido se hallaba un anciano con cara de abuelo que estaba vestido solo con su ropa interior, y junto a él un muchachito que se aferraba a un sobretodo remendado. Era evidente que el niño estaba llorando.
Debajo de la fotografía estaban las palabras que, según el artista, el anciano le estaba dirigiendo al niño. Eran palabras simples, y sin embargo, contenían una profunda teología y filosofía de vida. Decía:
“¡Tranquilo, niño; Dios no está muerto!”.
Esa representación vívida de la cabaña destruida por el fuego, del anciano, del niño lloroso, y de las palabras “Dios no está muerto”, llegan una y otra vez a mi mente. En lugar de ser un recordatorio de la desesperación de la vida, se han convertido en un recordatorio de esperanza.
Dios es nuestro amparo y nuestra fortaleza, nuestra ayuda segura en momentos de angustia. Por eso, no temeremos aunque se desmorone la tierra y las montañas se hundan en el fondo del mar. Salmo 46:1-2 (NVI)
Necesitamos recordar que hay esperanza en este mundo. En medio de todos los problemas y fracasos de la vida, necesitamos contar con imágenes mentales que nos recuerden que mientras Dios esté vivo y en control de este mundo, no todo está perdido.
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